Si es cierto que el sufrimiento aviva la creación, si el terror alimenta a la fantasía, George Grosz no pudo encontrar lugar ni momento más propicio para nacer. En este alemán de la cosecha desafortunada de 1893 confluyeron además otros factores determinantes: su condición de activista político de izquierdas - lo que le llevó a pasar largas temporadas en la Rusia bolchevique- y la consiguiente persecución del gobierno nazi, que le obligó, paradojicamente, a instalar su residencia al otro lado del futuro "Telón de Acero", en los idealizados Estados Unidos de América.
¿Cómo podía ser entonces la pintura de Grosz? La propia de alguien atormentado por dos Guerras Mundiales, expulsado de su país y marcado, al fin, por el estigma del infortunio. Sumemósle además la influencia de las vanguardias de entreguerras -muy particularmente del cubismo y el dadaísmo-y obtendremos un cóctel con un sabor parecido al que puede dejarnos su pintura. Son sus obras extrañas alegorías asfixiantes, sobrecargadas, rellenas de un intenso rojo sangre, un símbolo expresionista de la época que le tocó vivir. Conviven en ella la muerte, el caos, el hombre deshumanizado, la sangre y el fuego.
Es, al fin, un testimonio desgarrado de la depravación del hombre, de la destrucción y del absurdo, de algo que, medio siglo después, seguimos reconociendo como propio cuando contemplamos angustiados su retrato del ayer pensado para el mañana.
0 comentarios:
Publicar un comentario