¿Hagiografía? ¿Relato objetivo y certero? ¿Comercialidad disfrazada de compromiso? Miles de potenciales etiquetas que adjudicar a un producto conflictivo por definición, suceptible de interpretaciones erróneas por mor del fanatismo político; miles de peros que anteponer a una película que tal vez debería ser anunciada por una sola palabra: VALOR. Porque a Steven Sodebergh pueden achacársele muchas cosas -como su evidente irregularidad-, pero no se le puede negar que tenga arrojo.
Primero, por atreverse a competir en uno de sus trabajos anteriores con emergentes directores ajenos al planeta Hollywood -léanse Wong Kar Wai y Michangelo Antonioni en Eros (2004)-. Segundo, por reunir a la mayor pléyade de guapitos de cara jamás vista en una película de canallas seductores y conseguir dotar a la película de cierto contenido -como sucede en sus sucesivos Oceans-. Y tercero, como colofón final y por acabar con la enumeración, por atreverse con la biografía de dos seres con la complejidad de Kafka o del mismísimo Che Guevara. Que no es moco de pavo, oiga. Las apreciaciones sobre el primero sobran por ser harina de otro costal, pero sobre el segundo salto mortal con tirabuzón triple hay mucho que comentar.
En Che, el Argentino (2008), el bueno de Steve hace un envite de los que levantan al tendido: meter mano y claqueta al último mito de la historia en su versión guerrillera, algo que nadie se atrevió a hacer desde la versión setentera que protagonizó Omar Shariff. Los problemas, desde luego, resultan evidentes. Tomar distancia para evitar el panfletismo es un buen primer paso; completar una película que inmiscuye a su protagonista tanto en juicios sumarísimos como en momentos heróicos, no es sólo otro gran avance, sino la solución.
Porque el Che que resulta del metraje es una amalgama honesta de valor, fanatismo, inteligencia, violencia, humanidad y otras tantas virtudes y ruindades. De como llega a forjarse la convicción que lleva hasta Sierra Maestra a un acomodado doctor porteño ya nos habla Diarios de Motocicleta (Walter Selles, 2003), por lo que aquí interesa meterse en barrena y vestir al personaje con el color caqui de la batalla, con un fusil, una pipa y el valor de las ideas bulléndole en la cabeza. El Che de Benicio del Toro - o el Benicio del Toro del Che, dada la dificultad admirable de distinguir físicamente a actor y personaje- es ante todo eso, un idealista armado con palabra y rifle, el kit completo de la Revolución. Y en tiempos de tertulia política acomodada, de contertulios cobardes voz en grito en cualquier televisión, se agradece el recordatorio. Más que nada por comprobar si a alguno se le cae la cara de verguenza y saca algún jugo de la palabra COMPROMISO.
Así que tiene sentido reverenciar a medias a Soderbergh y vitorearle con el convecimiento de que esta vez ha dado en la tecla. Algo más de dos horas de diálogos elaborados y consecuentes, con la actuación de actores casi clónicos -interesante papel el de Demian Bechir como el sempiterno Castro-, una ambientación más que cuidada y muy poquitas ganas de caer en la mitomanía fácil. Y es que el mismo director reconoce que EL IDEAL de Guevara -así, en mayúsculas- le produce el mismo sentimiento que a un agnóstico la idea de Dios: falta de confianza. Y no por disenso, sino por creerlo imposible. Con razón o no, Soderbergh retrata lo que le interesa de verdad, el convencimiento del Che en lo que significa y quiere el Che, que no es poco.
En resumen: un intento válido y recomendable que baja al mito de los pósters y lo retribuye al mundo de las ideas y la verdad.
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