Continúo sección con una breve remembranza amorosa- mitómana sobre la cantante y emblema de unos de los grupos míticos del pop-folk (por llamarle algo) de los noventa. Sí, señores y señoritas: se trata de la pálida, frágil y enigmática Andrea Corr. Puestos a rememorar el origen de nuestro flechazo, habríamos de remontarnos a algún año difuso entre 1997 y 1999, es decir, a mi primera adolescencia, o, si lo prefieren, a mi primera etapa como particular melómano, con un gusto musical que seguramente haría vomitar al mísmísimo Don Omar. Hasta que me compré mi primera cinta de casette -el No need to argue de los Cranberries- con varios años de retraso y llevado por el simple impulso de la intuición, yo malvivía musicalmente a base de los 40 principales y de las funestas enseñanzas de mi hermana, respetable -aunque deleznablemente para mí- inclinada hacia cantautores diversos del pelaje de Alejandro Sanz y el flamenco churripuerco del estilo Rosario Flores. Así que entre semejante chapapote, no había nada más potable que Los Corr.
No recuerdo cuándo empecé a dejarme llevar por aquellos ojos de gata enferma y esa sonrisilla arrugada que se marcaba la buena de Andrea, pero sí que recuerdo -sin lugar a dudas- el primer póster femenino que ocupó lugar preferencial en mis aposentos. Como no podía ser de otra forma, mi musa irlandesa aparecía en tamaño casi natural -al parecer, la etiqueta metro y medio puede quedarle incluso grande- en un fondo blanco con un traje negro. Semejante prodigio de la fotografía no habría merecido un honor que sólo han disfrutado hasta la fecha ella, mi fetiche particular -la presentadora-modelo Eva González- y una Jessica Alba en pleno movimiento “tiralazo” en la peli de Sin City, de no haber sido porque Andrea, con perjuicio claro para mi insomnio adolescente, aparecía magníficamente retratada con una media sonrisa congelada, una postura a medio camino de la genuflexión y unas enormes plataformas negras absolutamente inolvidables. Así, en algún lugar indeterminado entre el erotismo y el patetismo, entre lo hortera y lo emo-core, hubo de quedárseme en la memoria la más pequeña -e indiscutiblemente mejor- de las hermanas Corr.
Lástima que después, como en las malas historias, hubo de llegar el desinterés, y ni volví a escuchar a los Corrs ni supe de la evolución anatómica-personal de mi otrora amor platónico. Con ocasión de la escritura de esta entrada, tiro de Google y compruebo dos cosas: cualquier tiempo pasado fue mejor y no siempre donde hubo fuego quedan rescoldos. Así que, aprovechando la ocasión para saludar al hermanísimo Jim Corr -el primer gilipollas que se hizo una estrella de la música en un grupo formado por sus tres hermanas-, os dejo algunas muestras del buen o mal hacer musical de nuestros compis irlandeses, al tiempo que borro la imagen de esta Andrea viejuna y sosa para rememorar aquella imagen fresca y misteriosa que adornara la pared de mis años núbiles.
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