jueves, 21 de enero de 2010

Los Mods: Radiografía de una literatura musical.







Verano del 65. La playa de Brighton, habitual refugio veraniego de miles de londinenses que huyen despavoridos del cemento y la bruma, amanece revuelta por una algarabía particular, por una agitación palpable en el boulevard que miles de jóvenes uniformados arañan con el zumbido de sus Lambrettas.

Son los mods. De apariencia casi andrógina, recargados por un afán de elegancia que resulta excesivo, forman parte de uno de los movimientos urbanos más trascendentes de la década. Gracias a su influencia, grupos inicialmente minoritarios, como The Jam, The Kinks o The Who –emblema indiscutible del movimiento- alcanzan una popularidad notable; otros, posteriores o coetáneos, como The Beatles o algunos de los integrantes del Britpop, beben de su estética y su música de forma más o menos explícita. En algunos casos, como el del afamado cuarteto de Liverpool, esta influencia aparece solapada, disimulada por la inconveniencia de ser relacionados con una “tribu” capaz de protagonizar disturbios del calibre de los retratados por Franc Roddman en su película Quadrophenia, auténtico hito de la cultura modern.

En efecto, un halo de violencia acompaña como una sombra a la concepción social del movimiento. Éste, estigmatizado por su radicalidad, por su vacuidad y por su capacidad de congregar a masas de jóvenes descontentas en fiestas y acciones multitudinarias, se encuentra, en este verano del 65, en su punto más álgido. Son millares los jóvenes ataviados con parkas, a lomos de Vespas u otras scooters, que atraviesan las calles londinenses de camino al Soho, centro neurálgico y útero del embrionario movimiento de los partidarios del modern-jazz. Estos fanáticos musicales, antagónicos a los seguidores del trad, darán comienzo y forma definitiva a la cultura hedonista y aparentemente superficial que proclama, con la voz orgullosa de la homogeneidad, su grito de guerra: We are Mods!, We are Mods!

Pero ¿cuál es el perfil de un mod? Generalmente responde al de un joven de mediana estratificación social, con suficientes ingresos para mantener su “modus vivendi” pero residente en alguna zona periférica.

Su cualifación profesional no es alta; su dinero se destina, en exclusividad, a la compra de sustancias alucinógenas, al incremento de su fondo de armario o al minucioso cuidado de sus motos, opuestas hasta el extremo a las “chopped” que montan los rockers, sus más encarnizados enemigos. Este mundo aparentemente vacío, sin un discurso ideológico que merezca ser considerado, mantiene, sin embargo, estrechos lazos con algunos de los movimientos artísticos más trascendentes del pasado siglo, como el existencialismo francés de Jean Paul Sartre o Albert Camus u otros de menor peso como la llamada Generación X de Bret Easton Ellis (Menos que cero) o Douglas Coupland.

Las relaciones son evidentes. El estrábico filósofo francés proclama una libertad sin condicionantes, anuncia la irrenunciable naturaleza de ser libre que caracteriza al hombre, exculpa a éste, se ampara en el determinismo y afirma que “Esta libertad la busqué muy lejos: pero estaba tan cerca que no la podía ver; no puedo tocarla. No era otra cosa que yo mismo. Yo soy mi libertad”.

Todo una declaración de intenciones que concuerda con el espíritu trasgresor de los mods, que se abandonan a sus impulsos –estéticos, violentos o de cualquier naturaleza- sin atenerse a principios sociales o éticos, sin aceptar paternalismos ni otro condicionante que no sea su propia y férrea voluntad, No resulta extraño, por tanto, que al amparo de este principio deformado, bajo la bandera de la libertad suprema, los jóvenes “modernos” intenten aspirar cada sorbo de su plenitud vital, empujados por la exaltación de su propio yo y por cierta angustia vital repleta de miedo a la vejez, a la finitud. Como anuncian los acordes de “My Generation”, “Yeah, I hope I die before I get old”.

Toda esta individualidad que citamos, tan característica del movimiento, se atenúa tan sólo con la aparición en escena de un elemento disuasorio, de una fuerza tal que hace dudar de la autonomía del propio yo, que pasará a ser ahora una mitad en busca de su complemento. Este elemento es el amor. Como si de una reformulación del amor cortés provenzal se tratara, los mods rinden pleitesía a su amada, hasta el punto de afirmar:

On you, I see the glory
From you, I get opinion
From you, I get the story

El armazón ideológico queda disuelto, la exaltación del yo es mera apariencia. Detrás de su apariencia infame, despreocupada, los jóvenes mods ocultan una personalidad compleja, una concepción vital existencialista, una formación plena que bebe de diversas corrientes literarias y/o artísticas.

Todo este abánico de complejidades no permanecerá ajeno a la creación literaria, que se hará eco, en la medida de lo posible, de las inquietudes y la psique de una de las corrientes urbanas fundamentales en la Inglaterra de los 60. Condicionados por las leyes de la literatura canónica, son pocos quienes se atreven a dar el paso de recrear esta amalgama de violencia y sensibilidad, de despreocupación y de hondura psicológica, pero los escasos ejemplos son de considerable valía. Así, citaremos como testimonio fundamental un relato de Tom Wolfe –mentor de la generación X antes nombrada- titulado “Undeground de mediodía”, que recoge desde su propio título la ambigüedad de esta ola de jóvenes uniformados que se debaten diariamente entre la sumisión a la vida pública y su conversión casi heroica a la libertad tras enfundarse en sus parcas.

Todo un universo, al fin, de complejidad y ambagues, una extraña y sutil conexión entre la literatura y la música, una alianza entre el son y la palabra embozada de movimiento juvenil, de moda estúpida y caprichosa, pero dotada de una trascendencia que nos hace plantearnos, una vez más, si cualquier tiempo pasado no fue efectivamente mejor.

miércoles, 20 de enero de 2010

Literatura y exilio: un camino de ida y vuelta



El exilio conlleva consigo un poso de permanencia. Quien se fue, de alguna forma, lo hizo quedándose para siempre. De ese huir sin marcharse, de la mirada gris y de soslayo cuando el barco parte, el barro de las fronteras mancha los pies o las nubes anuncian un cielo distinto, están plagadas con huella indeleble las páginas de la literatura. Desde el embrión homérico, esa medusa de mil brazos que es nuestra herencia cultural nos habla de zarzas y caminos, de andares hacia delante no siempre voluntarios que trascienden la historia desde el buen vasallo del Mio Cid hasta el Machado envejecido y moribundo luchando por alcanzar Colliure.

Parafraseando al poeta, si es cierto que se hace camino al andar, la movilidad del escritor ha favorecido como ningún otro factor el nacimiento de una literatura trascendental entendible por el hombre más allá de limitaciones de espacio. Esto es así porque pareciera que quien vio en sus ojos otras tierras, parece capaz de imaginar ya todas las tierras del mundo. Afortunadamente, no todas estas idas y venidas llevan tras sí la sombra amenazadora de un dictador latino con gafas tintadas o un inquisidor español de túnica solemne, sino más bien la voluntad constante de frecuentar a quienes merecen la pena ser frecuentados o de visitar los sitios que al son de las modas todos han de visitar necesariamente.

Desde España, el destino primoridial se ha situado más allá de Los Alpes, y el suave rimar de la lengua toscana ha sido el poso donde asentar la primitiva lengua castellana. En este boomerang infinito, insignes italianos como Benedetto Croce pasaron largas temporadas en Madrid empapándose de una literatura que debe más a los vates de sus cortes ducales que a las yermas tierras de Castilla. Esto es así desde que el Marqués de Santillana jurará devoción al soneto y a la herencia de los próceres Dante, Petrarca y Bocaccio a raíz de su estancia en la Nápoles aragonesa de rey Alfonso V. Fue él el primero en “rimar al itálico modo” y antecesor no siempre reconocido de Juan Boscán y Garcilaso. El Marqués, por tanto, hizo más por su literatura desde Italia -o al menos a partir de Italia- de lo que jamás habría soñado de no haberse atrevido a cruzar las lindes de su patria más inmediata. De esta capacidad del escritor para innovar, mejorar o transgredir su literatura de origen desde la lejanía, nos hablan biografías de autores que se alimentaron afuera de aquello de lo que carecían adentro, erigiéndose en la mayoría de los casos como emblemas, como símbolos de la literatura de un país que de pronto se les quedó pequeño.

En el caso sudamericano, al contrario del español, las miras no se dirigieron jamás a la Italia monumental, sino al París luminoso y vivo que terminó por erigirse como epicentro de la cultura mundial coincidiendo con la independencia de las colonias. Todos, o casi todos, pasaron temporadas más o menos cortas a la vera del Sena, conformando una lista que va desde Darío a Cortázar, pasando por Carpentier, Huidobro o Vallejo.

El nicaraguense es, quizá, el ejemplo más paradigmático de alma inquieta y autoexiliada que acabará por edificar sus cimientos literarios lejos de casa. Para Darío, quien con apenas quince años frecuentaba ya las redacciones de los más importantes periódicos de su país -como El Ferrocaril- la marcha era un requisito indispensable para seguir creciendo. La capital francesa -y más tarde España- fueron los destino elegidos, dando satisfacción así a un deseo casi infantil:

”Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida. Y cuando en la estación de Saint Lazare, pisé tierra parisiense, creí hallar suelo sagrado. Me hospedé en un hotel español, que por cierto ya no existe. Se hallaba situado cerca de la Bolsa, y se llamaba pomposamente Grand Hotel de la Bourse et des Ambassadeurs… Yo deposité en la caja, desde mi llegada, unos cuantos largos y prometedores rollos de brillantes y áureas águilas americanas de a veinte dólares. Desde el día siguiente tenía carruaje a todas horas en la puerta, y comencé mi conquista de París…”

A fe de la historia que lo consiguió, hasta el punto de provocar la expansión del modernismo francés hacia tierras españolas y convertirse en el escritor más afamado de su país.


Hemos nombrado antes a Cortázar, y parece necesario detenerse en él. Al bueno de Julio el mundo le apareció ya movido, y teniendo que haber nacido en Sudamérica, el exilio forzado de su diplomático padre en Bruselas le dotó de una nacionalidad belga que prontó cambió por su filiación francesa. Cortázar creció en Buenos Aires, pero al albor de la dictadura de Perón se fue para siempre de la Argentina ennoviándose sin remedio de un París que hoy, como un viudo amargo, conserva sus cenizas en Montparnasse. Entre esos dos lados, “el de acá y el de allá”, anduvo el Cronopio como un adolescente indeciso entre las faldas de mamá y los peligros de la calle. Buenos Aires era la referencia, el lugar al que dirigir la mirada; París la atalaya lejana y objetiva. Esta misma idea la plasma Andrés Amorós en su introducción a Rayuela:

”En 1951, Cortázar va a París, con una beca del gobierno francés. Allí se queda. Desde el año siguiente trabaja como traductor de la UNESCO. Vive en su carne, ahora, la realidad del ser escindido entre los dos lados: París y Buenos Aires. Vivir en Europa puede significar el peligro del desarraigo, pero también la posibilidad de entender mejor la realidad hispanoamericana: sin provincianismos, sin árboles que tapen el bosque”.

Al fin, el Cortázar autoexiliado, impermeable al furor del peronismo, vino a engrosar la interesante lista de mitos argentinos. En París se encontró a sí mismo, trabajó a destajo, conformó una ilusión literaria con forma de ciudad, aroma de cafe y una arbitrariedad no tan arbitraria. Pobló la imaginación de todos rellenándola de cronopios inocentes y famas astutas; dio vida a la Maga, y con un sólo tirar de piedra -desde la tierra al cielo- completó una obra vasta y monumental que es orgullo hoy de porteños y pamperos. ¿Qué habría sido de él de no haber emprendido el camino?

Otros tantos anduvieron senda iguales o diversas, como la emprendida por Pablo Neruda hacia la España convulsa previa a la Guerra Civil. Él, entre otros tantos, abrió la puerta a la expresión subversiva con su “Caballo Verde para la poesía”, favoreció la huida de las palabras cuando las armas las acallaron y dio alojo y posada a muchos que hicieron el trayecto a la inversa. Este exilio, provocado ahora sí por el tronar de cañones y la majadera imposición del pensamiento único, enlazó como cadenas los destinos de hispanos de aquí e hispanos de allá, que quizá comprendieron que la única patria verdadera es la palabra.

No siempre este camino conlleva el deseo de volver. El propio Cernuda, hastiado del desprecio de sus compañeros y resignado al fin ante el franquismo, escribió con verso virulento la verguenza postrera que le producía ser español. ¿Impotencia o rechazo? ¿Qué puede llevar a alguien a renunciar a su origen? Sea cual sea la respuesta, cabe tal vez rescatar el testimonio de alguien que también anduvo el camino de ida sin emprender la vuelta. Cristina Peri Rossi, uruguaya asociada a la izquierda radical, abandonó su patria para establecer su vida en Barcelona. Consultada acerca de la posibilidad de volver a la vera del Río de la Plata, la escritora resolvió tajante la cuestión, afirmando que dos, ya eran demasiadas nostalgias.


También en: http://www.librosylibretas.com/literatura-y-exilio-un-camino-de-ida-y-vuelta/

lunes, 18 de enero de 2010

Adele y Jack White: construyendo sensaciones.



Adele Adkins (Londres, 1988), es la nueva musa de Inglaterra. Formada en centros como el Brit School, por el que pasaron ilustres de la talla de Kate Nash o Leona Lewis, parece estar acostumbrándose a vivir en las alturas. Modesta, tímida y con aire contemplativo, pasa sus días encerrada en un estudio con Jack White, el carismático líder de The Raconteurs y The White Stripes. Ambos preparan un cóctel explosivo. …


La voz de Adele suena a verdín y a otoño. A refugio merecido frente una chimenea tras un día de bruma y frío. Rotunda y sensible, modula cada matiz con la entrega de quien, cantando para sí mismo, nos canta a todos. Productora de susurros armónicos y agudos perfectos, la esperanza blanca del Soul no para de buscar espacios donde crecer, lugares en los que dar salida a su inabarcable talento.


Nacida en el emblemático barrio londinense de Tottenham, fue precisamente la intimista alabanza de las calles que la vieron crecer su escalera hacia el éxito. Hometown Glory, un himno al escenario vital, al anónimo con el que compartir pedazos de vida, la aupó a un éxito que aún sigue disfrutando. Tras su salto fulgurante desde el altavoz de Myspace al escaparate de la industria gracias al empuje de miles de entregados fans, esta joven de 21 años puede llevar a gala logros como sus dos premios Grammy (Mejor Artista Nuevo y Mejor interpretación joven femenina), el premio de la crítica en los Brits Awards de 2008 o el enorme privilegio de haber compartido escenario con Paul McCartney o el gran Paul Weller, alguien particularmente selectivo en la elección de partenairs. En la nómina, sólo lo mejor de lo mejor: Noel Gallagher o Amy Winehouse.


Es por ello que Adele, con semejantes credenciales y de cara a la continuación de su álbum 19, no ha tenido reparos en pedir colaboración a White, considerado como uno de los 100 mejores guitarristas de la historia y a su vez discípulo privilegiado de Keith Richards. Esta suma de talentos aparentemente opuestos – garage y soul, discreción y eclecticismo, - promete un resultado único, personal, como sólo cabe esperar en el caso de los genios.


Con los ecos optimistas de Chaising Pavements resonando aún en nuestros oídos, Adele vuelve a la carga con fuerzas renovadas y la intención de ampliar horizontes. Para ello, nadie mejor que el frontmen de Michigan, quien podría ser, además, el productor del nuevo disco de los Rolling. Hecha la unión, sólo cabe esperar un fruto que, seguro, no dejará indiferente a nadie.