viernes, 7 de mayo de 2010

Biografía de un escritor maldito



La famosa escritora Barbara Fry miraba con desdén a su marido. Éste -apátrida, escéptico, alcohólico y prematuramente maltratado- derramaba líneas sobre el papel que se asemejaban, más que a versos, a sucios regueros de grasa. Cuando John Martin, de Black Sparrow Press, leyó sus manuscritos, un súbito presentemiento lo iluminó como una bombilla. Ofreciendo al fracasado poeta un salvoconducto para liberarlo de la rutina, Martin tuvo la certeza de haber descubierto a un genio: un señor muy mal hablado llamado Charles K. Bukowski.

El joven Heinrich Karl Bukowski conoció muy pronto el desencanto. Despojado de su verdadero y germánico nombre tras el traslado familiar a Baltimore (EEUU) en 1923, en el nuevo "Charles" confluyeron todos los factores que pueden empujar a un niño al ensimismamiento: un ambiente familiar turbio, un físico poco agraciado y una timidez atávica e irremediable. Demasiado joven para el alcohol o las drogas y demasiado débil para plantar cara, el joven Bukowski se refugió muy pronto en los libros. Tanto es así, que en su poema "Llegaron a tiempo", realiza un agradecimiento conmovedor a los Huxley, Hemingway, Faulkner o Joyce, integrantes todos ellos de su infantil pandilla de celulosa: "Todo estos amigos bien adentro de mi sangre, quienes, cuando no había ninguna oportunidad, me dieron una". La vocación literaria, cómo no, estaba al caer. En la mitad de la veintena, nuestro hombre realiza incursiones con cierto éxito en la literatura breve. Poco después, desanimado ante la perspectiva del fracaso, llega de nuevo el estigma de la desilusión, hallando esta vez -y ya para siempre- un consuelo efectivo y duradero en forma de alcohol con dos cubitos de hielo.

Comienzan entonces unos años grises y turbios, con demasiado olor a vómito y muy poca esperanza aguardando cada mañana. Bukowski malvive en Los Ángeles, y aficionado a la 66 y a cualquier otra ruta, vagabundea por USA desarrollando un amor incondicional por los moteles de carretera, por esos "hoteles cucaracha" como el de "Tres mujeres". La cosa, entonces, sólo podía ir a peor. Y así fue. A principios de los 50, el servicio postal le ofrece un trabajo gris con perspectivas grises, un curro de legañas desanimadas y días pasando lentos tras una mesa. Su experiencia durará tres años. Con la libertad recién adquirida, en 1955 los excesos pasan factura en forma de úlcera sangrante. Nada mejor que ver de perfil a la muerta para que un indolente vocacional -"Mi ambición está limitada por mi pereza"- comience a buscarle sentido a la vida.

Llegan entonces las primeras tentativas de retomar su carrera literaria, coronadas en 1959 con la publicación de "Flor, puño y gemido bestial". Bukowski cuenta entonces con treinta y nueve años, y será este éxito inmediato en la poesía el mayor motivo de orgullo que el escritor conservará para el resto de su vida. Las cosas, sin embargo, ahora podían ir mejor. Desencanto por el apoyo de su mujer y demasiado enfrascado en el alcohol, nuestro protagonista rompe su matrimonio, y su maltrecha economía -sustentada principalmente por el capital burgués de su esposa- se resquebraja. Ha de volver a a la oficina entre petates y sellos, y todo lo anterior no parece más que un paréntesis de la desgracia.

No mucho después retomará su vida de la mano de Frances Smith, quien en 1964 le dará a su primera hija: Marina Louise. Pero no terminará ahí su despertar. Este solitario con muy buenos amigos encontrará un hueco en la revista "The Outsider" por mediación del editor John Webb. Allí, su nombre será relacionado con el de autores de la talla de Borroughs y Henry Milller, comenzará a ser conocido y el "fenómeno Bukowski" arrancará con pies de plomo. El escritor, entonces, se plantea que senda tomar en mitad de un bifurcación clara: la de un empleo rutinario pero seguro o la de un riesgo enorme y sacrificado. Ninguna otra decisión fue tan fácil: "He decidido morir de hambre". Nunca lo hará.


Los setenta fueron la época dorada. Bien relacionado -Jean Genet y Sartre se encontraban entre sus admiradores más entusiastas-, el torrente se dispara y de la pluma del escritor surgen títulos como "Cartero" (1971), "Factotum" (1975) y otros algo menos eufónicos, como "La máquina de follar" (1975) o "El amor es un perro infernal" (1977). Como culmen, llega "Mujeres" (1978), un recorrido de seudónimos enmascarados por su vida sentimental, y otro título algo más que significativo: "Shakespeare nunca lo hizo" (1979).


Muerto en 1994, mordaz, atrevido y descarnado, alguien que caracterizó a Thomas Mann como "un tipo que confunde el arte con el aburrimiento" y defendió a los artistas que "dicen una cosa complicada de un modo simple", sólo nos podía dejar un herencia como la suya, un legado compuesto por citas imprescindibles, un amor por el exabrupto sólo comparable al de otros padres del "Pulp" y un puñado de títulos que tu madre no querría ver jamás asomando por tu estantería.

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