viernes, 9 de abril de 2010

Nota breve sobre la letra terapeútica.


Leo hoy, con interés y en mitad de un momento personal digamos que complejo, las cartas que Julio Cortázar, enorme cronopio de inigualable genio, y Félix Grande, flamencólogo, escritor y crítico, se cruzaron a lo largo de años de amistad, de encuentros, desencuentros y de momentos de ésos que merece la pena pasar al archivo de la vista atrás, allí donde asomarse de vez en cuando para darte cuenta que todo esto merece mucho la pena.

Las cartas, deliciosas, sensibles e interesantes, dejan la imagen del Cortázar de siempre: con su trabajo febril, su mente prodigiosa y su verbo seguro y exacto; pero también transmiten el retrato de una relación de amistad entre iguales, de dos enamorados de las letras que se unieron y desunieron manteniendo siempre un lazo invisible: el de un cariño sincero, aunque a veces éste se viera tensado por la política y otras cosas secundarias.

Lo más interesante es, sin embargo, la necesidad de reconciliación con el mundo que esas cartas (me) dejan. Y eso es lo curioso, y eso es lo de siempre: el inexplicable poder que posee la palabra desnuda, sincera, sin intereses monetarios, sin otra motivación que la de la verdad. Y es indiferente que esas palabras no te pertenezcan, porque al final te pertenecen; y da igual que no los conozcas, porque al final los conoces.

Hoy, nueve de abril, leo a Cortázar, lo imagino escribiendo en su escritorio y recreo a Grande rasgando un sobre, y de repente las penas parecen menos, y los motivos para reconciliarme con todos y primero conmigo mismo parecen muchos más.

Bendita literatura.

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