sábado, 19 de junio de 2010

Muerte de un hombre sabio.


Por más que lo inventara su pluma, la muerte nunca es intermitente. Cainita, constante y desconsiderada, ayer rasgó con su guadaña la vida de José Saramago, dejándonos a todos un poco más huérfanos de palabras.

Xosé, el niño de Azinhaga que llegó a Premio Nobel, el intelectual coherente y comprometido, el administrativo, el comunista, el traductor, el poeta, nos deja; y ya sólo podremos escucharlo con su voz de tinta. Atrás quedan 87 años de amor a la literatura, de entrega a la palabra y a la verdad, de una dedicación enfermiza al verbo, de un apasionado romance con una vieja Olivetti que hace veinticuatro horas vivió su desenlace, el triste y repetido final que siempre nos depara la vida.

Muere José, pero nos deja muchas cosas. A todos, Caínes, Abeles, Magdalenas, ciegos o lúcidos, nos lega sus frases a borbotones, sus renglones superando furiosos las barreras torpes de los puntos y las comas, la humildad y la sabiduría de quien pretendió vivir fuera de los focos y dentro de las mentes, recluido hasta el final en ese Lanzarote atrayente y calmado, en ese refugio que era, al fin, una metáfora de él mismo.

Veinticuatro horas después, llega la hora del réquiem, y más que un lamento triste,conviene una satisfacción alegre. Y es que a mano, escondida en cualquier estantería, nos esperará para siempre su voz sabia, su enseñanza eterna.

Descanse en paz.

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