domingo, 24 de octubre de 2010

Eduardo Galeano: Fútbol a sol y sombra


Nadie escribió de fútbol como Eduardo Galeano. Adicto al opio del pueblo, recriminado por los intelectuales "que aman a la sociedad pero detestan a la gente", este periodista y narrador uruguayo llevó a sus más altas cotas la unión entre el balón y la palabra, entre la frase sugerente y bella y la gambeta misteriosa y exacta.

Rioplatense -cómo no-, tras sus palabras se adivina la herencia del voseo encendido en la voz de Víctor Hugo Morales narrando un gol de Maradona, o la prosa reflexiva y certera del Negro Fontanarrosa. Son sus escritos un reflejo de su admiración humilde y sincera por algo tan intrascendente y enigmático como la confrotación de once hombres, cuerpo a cuerpo, luchando por el control de una pelota.

Pero sucede que más allá de eso hay mucho, por más que se resistan a entenderlo los dueños de la intelectualidad y el buen gusto, los ascetas de lo popular, los ermitaños que con frecuencia sólo se soportan ellos mismos. Galeano habla de la historia triste de las carreras truncadas, de la supervivencia a mordiscos y regates en una favela cualquiera, de la portería y el césped como tablas de salvación. Cuenta historias del silencio inmenso en los estadios vacíos, de la dignidad de los equipos torpes y luchadores, de los negros brasileños teñidos de añil para poder golpear la pelota delante del público, del fútbol silente y luchador contra la represión, de los campos y sus gradas como efímeros espacios de liberación.

Son sus escritos un recorrido certero por nombres y lugares, por pequeños pedazos de una historia que acabó por ser la de uno de los mayores espectáculos del mundo. Meazza, Zamora, Andrade, Zarra, Garrincha, Di Stéfano; Pelé, Maracaná, Boca; Beckenbauer, Müller, La Bombonera. El poema de Alberti a Platzko, los inicios del Chillida jugador, la revelación de Albert Camus sólo en la portería esperando al incierto balón, entendiendo que la vida es como la pelota, que "nunca viene por donde uno espera que venga". O la arrogancia truhanesca de George Best, o el antifascismo militante del St. Pauli, o el orgullo decidido del Athletic, o dos niños cualquiera que sudan y compiten por un balón en una calle perdida.

Si el fútbol es el opio del pueblo, y su nueva religión, comienzan a ser necesarios los profetas, alguien que baje del Parnaso y escriba sobre el "descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad". Alguien que describa, con su verbo exacto, la inmutable pasión de un hincha por lo único que, según Nick Hornby, es inmutable en la vida: el amor irracional y fanático por un club, un escudo, el olor a césped y las gradas llenas, la expectación letal tras el primer silbido.

"En el círculo central, los capitanes intercambian banderines y se saludan como el rito manda. Suena el silbato del árbitro y la pelota, otro viento silbador, se pone en movimiento. La pelota va y viene y el jugador se la lleva y pasea (...). En la inmensidad de las tribunas, las voces suenan".

El partido comienza. Galeano escribe.



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