En 1927, Fritz Lang aupó a la mítica UFA (Universum Film AG) a niveles artísticos hasta entonces insospechados. La productora, a quien ya se debían películas del calibre de El gabinete del doctor Caligari alcanzó con Metropolis un prestigio que encumbró a Alemania a los altares del cine mundial. Onírica, inteligente y adornada con una fotografía impecable, esta distopía futurista abrió la senda de la ciencia ficción, reafirmando al país germano en el lugar cinematográfico que ya siempre le correspondería: el de la más innovadora vanguardia.
Incluso en la negrura avasalladora del nazismo -éxodo inclusive de Dietrich, Wilder y Lang-, el séptimo arte encontró su rayo de luz, encarnado esta vez en la persona de Leni Rienfestahl, la directora del eterno abucheo ideológico y de la perenne ovación artística. Con Olympia, un documental de rasgos épicos que reflejó como ningún otro la belleza plástica del deporte, parecía cumplirse otra vez la máxima de que calidad y cine alemán eran dos conceptos ligados, las partes indisolubles de un silogismo que la historia se ocupaba de confirmar. Desde entonces hasta ahora, nombres como Win Wenders o Werner Herzog marcaron una línea de continuidad que llega hasta nuestros días, en los que la pantalla sirve como medio de expresión para un país que no deja de psicoanalizarse.
De entre todas las obras recientes de la industria alemana, cabe destacar por su simbolismo a El Hundimiento (Der Untergang), el más arriesgado retrato de los últimos días de Hitler, el más valiente acercamiento a la figura del gran tabú colectivo de Alemania. Gris como el mismo nazismo, asfixiante y angustiosa, la película protagonizada por Bruno Ganz recibió el aplauso unánime de la crítica y de un pueblo que se enfrentaba por fin a los fantasmas de su nefasto pasado.
En la misma línea autocrítca y reflexiva se presentaba La Ola (Die Welle), de Dennis Gansel. Si en El Hundimiento los fantasmas se disfrazaban de pasado, en este éxito de taquilla cobraron apariencia de amenazante condicional. Y es que la conclusión es lógica: basta con pequeñas dosis de fanatismo, de gregarismo irracional y de enemigos comunes para que la llama pueda prender de inmediato. Una llama de intolerencia, fanatismo, traiciones y alienación, como si la sociedad entera se prestara vigilar, uniformándola, La Vida de los Otros (Das Leben der Anderen).
Y para acabar de reflexionar acerca del pasado político, nada mejor que una escapada en clave de humor, que una mirada tragicómica a la añoranza de un país que ya no es. Good Bye Lenin!, de Wolfgang Becker, cierra el círculo con su humor amargo y su pregunta de fondo: ¿hasta qué punto puede la política erigirse en el problema central del ser humano? Observando la corriente del nuevo cine alemán, no podemos dejar de considerarla una pregunta retórica...
Sea como fuere, mientras Alemania depura responsabilidades, lame sus heridas y airea sus sombras dándoles luz, los espectadores nos regocijamos con la genialidad de sus propuestas, agrandando la extensa lista de nombres -Daniel Brühl, Francka Potente, etc- a los que merece la pena seguir la pista. Talentos para continuar, con nuevos aires, una historia cinematográfica inigualable.
Danke Schön, Deustchland!
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