El exilio conlleva consigo un poso de permanencia. Quien se fue, de alguna forma, lo hizo quedándose para siempre. De ese huir sin marcharse, de la mirada gris y de soslayo cuando el barco parte, el barro de las fronteras mancha los pies o las nubes anuncian un cielo distinto, están plagadas con huella indeleble las páginas de la literatura. Desde el embrión homérico, esa medusa de mil brazos que es nuestra herencia cultural nos habla de zarzas y caminos, de andares hacia delante no siempre voluntarios que trascienden la historia desde el buen vasallo del Mio Cid hasta el Machado envejecido y moribundo luchando por alcanzar Colliure.
Parafraseando al poeta, si es cierto que se hace camino al andar, la movilidad del escritor ha favorecido como ningún otro factor el nacimiento de una literatura trascendental entendible por el hombre más allá de limitaciones de espacio. Esto es así porque pareciera que quien vio en sus ojos otras tierras, parece capaz de imaginar ya todas las tierras del mundo. Afortunadamente, no todas estas idas y venidas llevan tras sí la sombra amenazadora de un dictador latino con gafas tintadas o un inquisidor español de túnica solemne, sino más bien la voluntad constante de frecuentar a quienes merecen la pena ser frecuentados o de visitar los sitios que al son de las modas todos han de visitar necesariamente.
Desde España, el destino primoridial se ha situado más allá de Los Alpes, y el suave rimar de la lengua toscana ha sido el poso donde asentar la primitiva lengua castellana. En este boomerang infinito, insignes italianos como Benedetto Croce pasaron largas temporadas en Madrid empapándose de una literatura que debe más a los vates de sus cortes ducales que a las yermas tierras de Castilla. Esto es así desde que el Marqués de Santillana jurará devoción al soneto y a la herencia de los próceres Dante, Petrarca y Bocaccio a raíz de su estancia en la Nápoles aragonesa de rey Alfonso V. Fue él el primero en “rimar al itálico modo” y antecesor no siempre reconocido de Juan Boscán y Garcilaso. El Marqués, por tanto, hizo más por su literatura desde Italia -o al menos a partir de Italia- de lo que jamás habría soñado de no haberse atrevido a cruzar las lindes de su patria más inmediata. De esta capacidad del escritor para innovar, mejorar o transgredir su literatura de origen desde la lejanía, nos hablan biografías de autores que se alimentaron afuera de aquello de lo que carecían adentro, erigiéndose en la mayoría de los casos como emblemas, como símbolos de la literatura de un país que de pronto se les quedó pequeño.
En el caso sudamericano, al contrario del español, las miras no se dirigieron jamás a la Italia monumental, sino al París luminoso y vivo que terminó por erigirse como epicentro de la cultura mundial coincidiendo con la independencia de las colonias. Todos, o casi todos, pasaron temporadas más o menos cortas a la vera del Sena, conformando una lista que va desde Darío a Cortázar, pasando por Carpentier, Huidobro o Vallejo.
El nicaraguense es, quizá, el ejemplo más paradigmático de alma inquieta y autoexiliada que acabará por edificar sus cimientos literarios lejos de casa. Para Darío, quien con apenas quince años frecuentaba ya las redacciones de los más importantes periódicos de su país -como El Ferrocaril- la marcha era un requisito indispensable para seguir creciendo. La capital francesa -y más tarde España- fueron los destino elegidos, dando satisfacción así a un deseo casi infantil:
”Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida. Y cuando en la estación de Saint Lazare, pisé tierra parisiense, creí hallar suelo sagrado. Me hospedé en un hotel español, que por cierto ya no existe. Se hallaba situado cerca de la Bolsa, y se llamaba pomposamente Grand Hotel de la Bourse et des Ambassadeurs… Yo deposité en la caja, desde mi llegada, unos cuantos largos y prometedores rollos de brillantes y áureas águilas americanas de a veinte dólares. Desde el día siguiente tenía carruaje a todas horas en la puerta, y comencé mi conquista de París…”
A fe de la historia que lo consiguió, hasta el punto de provocar la expansión del modernismo francés hacia tierras españolas y convertirse en el escritor más afamado de su país.
Hemos nombrado antes a Cortázar, y parece necesario detenerse en él. Al bueno de Julio el mundo le apareció ya movido, y teniendo que haber nacido en Sudamérica, el exilio forzado de su diplomático padre en Bruselas le dotó de una nacionalidad belga que prontó cambió por su filiación francesa. Cortázar creció en Buenos Aires, pero al albor de la dictadura de Perón se fue para siempre de la Argentina ennoviándose sin remedio de un París que hoy, como un viudo amargo, conserva sus cenizas en Montparnasse. Entre esos dos lados, “el de acá y el de allá”, anduvo el Cronopio como un adolescente indeciso entre las faldas de mamá y los peligros de la calle. Buenos Aires era la referencia, el lugar al que dirigir la mirada; París la atalaya lejana y objetiva. Esta misma idea la plasma Andrés Amorós en su introducción a Rayuela:
”En 1951, Cortázar va a París, con una beca del gobierno francés. Allí se queda. Desde el año siguiente trabaja como traductor de la UNESCO. Vive en su carne, ahora, la realidad del ser escindido entre los dos lados: París y Buenos Aires. Vivir en Europa puede significar el peligro del desarraigo, pero también la posibilidad de entender mejor la realidad hispanoamericana: sin provincianismos, sin árboles que tapen el bosque”.
Al fin, el Cortázar autoexiliado, impermeable al furor del peronismo, vino a engrosar la interesante lista de mitos argentinos. En París se encontró a sí mismo, trabajó a destajo, conformó una ilusión literaria con forma de ciudad, aroma de cafe y una arbitrariedad no tan arbitraria. Pobló la imaginación de todos rellenándola de cronopios inocentes y famas astutas; dio vida a la Maga, y con un sólo tirar de piedra -desde la tierra al cielo- completó una obra vasta y monumental que es orgullo hoy de porteños y pamperos. ¿Qué habría sido de él de no haber emprendido el camino?
Otros tantos anduvieron senda iguales o diversas, como la emprendida por Pablo Neruda hacia la España convulsa previa a la Guerra Civil. Él, entre otros tantos, abrió la puerta a la expresión subversiva con su “Caballo Verde para la poesía”, favoreció la huida de las palabras cuando las armas las acallaron y dio alojo y posada a muchos que hicieron el trayecto a la inversa. Este exilio, provocado ahora sí por el tronar de cañones y la majadera imposición del pensamiento único, enlazó como cadenas los destinos de hispanos de aquí e hispanos de allá, que quizá comprendieron que la única patria verdadera es la palabra.
No siempre este camino conlleva el deseo de volver. El propio Cernuda, hastiado del desprecio de sus compañeros y resignado al fin ante el franquismo, escribió con verso virulento la verguenza postrera que le producía ser español. ¿Impotencia o rechazo? ¿Qué puede llevar a alguien a renunciar a su origen? Sea cual sea la respuesta, cabe tal vez rescatar el testimonio de alguien que también anduvo el camino de ida sin emprender la vuelta. Cristina Peri Rossi, uruguaya asociada a la izquierda radical, abandonó su patria para establecer su vida en Barcelona. Consultada acerca de la posibilidad de volver a la vera del Río de la Plata, la escritora resolvió tajante la cuestión, afirmando que dos, ya eran demasiadas nostalgias.
También en: http://www.librosylibretas.com/literatura-y-exilio-un-camino-de-ida-y-vuelta/
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